Mi primer ficción en español. Espero que lo disfruten. :)
Encuentro con un salmista
No dijo nada a nadie, ni siquiera a ella, el día en que él se desapareció. Se fue sin despedida, como vino sin anunciada.
Llegó en una temporada de frío inusual. Las hojas de los árboles que bordeaban las calles justo habían empezado a ponerse su vestimiento de otoño, pero los vientos llevaban un escalofrío que penetraba no sólo las chamarras sino los huesos. Toda esa temporada le daba a uno la sensación de una extrañeza palpable, y la gente la podía sentir. Las personas caminaban por las calles con cuidado, aunque no podían identificar la razón por su inquietud. Se miraban unos a otros con una sospecha que no podían ubicar.
Todo parecía muy normal. Cada mañana la panadería cerca de la casa de ella despedía su olor de harina y levadura. Todavía los guías turísticos en su camino a trabajar la solicitaban para que viera el duomo y el David, sin saber que ella había vivido en Florencia desde hace veinte años. Pero a pesar de las apariencias, había algo curioso en esos días, algo que desestabilizaba la conciencia pública como un rumor tácito o la brisa invisible que arremolina las hojas caídas.
Y entonces, una noche, él llegó a su puerta con un toque casi inaudible. Ella abrió la puerta y se quedó sin aliento. Estaba completamete desnudo a excepción de una especie de taparrabos mal hecho de folletos de museo, y estaba llorando. Le rogó a ella con lágrimas y en un italiano con accento extraño que lo dejara entrar. No lo habría permitido, habría cerrado la puerta y llamado a la policía que un lúnatico la estaba asaltando. Pero él era tan sincero, y algo en su manera le decía que era confiable y realmente necesitaba su ayuda.
Una vez en el salón, podía verlo bien. Se quedaron mirándose en silencio unos largos minutos. Nunca había visto un hombre más hermoso. Era alto y espléndido, con un cuerpo de carnes apretadas como si fuera esculpido, piel de porcelana, y rizos de pelo castaño que perfectamente enmarcaban la cara de un príncipe.
En un sentido, ella era su opuesto. Mediana de estatura, sencilla, casera, tenía un aspecto modesto contra su hermosura escandalosa. Sin embargo, él también se quedó fascinado. Ella era una criatura de carne y sangre, calentita y mullida, con imperfecciones extrañamente atrayentes.
Después de ese silencio de examinación y no sabiendo qué hacer, ella se fue a recuperar un albornoz y un pañuelo de su cuarto. Él inspeccionó su alrededor. Un salón modesto, como la dueña - dos sillones, un estante pequeño casi cayendose por sostener tantos libros, una mesita donde ella colocaba su té mientras leía sola los sabados por la noche.
Regresó con el albornoz y el pañuelo y se los ofreció a él, ojos dirigidos hacia el piso por vergüenza, para que no lo viera más en tal estado. Se vistió y, al gesto de ella, se sentó en el sillón, secándose las mejillas de las lágrimas con el pañuelo. El albornoz rosa y aterciopelado le quedó ridículosamente. Se veía como un flamenco enorme, aturrullado y mudando de plumas.
La fijó con sus ojos honestos, del mismo color que su pelo y todavía brillando con lágrimas. Le pidió perdon por el alboroto inesperado y por su estado desaliñado y indecente. Sólo era que él tenía un miedo terrible a los palomas.
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La próxima mañana, ella se despertó y bajó las escaleras al salón con timidez, insegura si lo que le pasó anoche fuera real. Pero allí estaba. Como era una mujer soltera en una casa con un sólo cuarto, no tenía mucho para ofrecerle. Pero le había puesto unas cobijas y almohadas en el piso del salón, y todavía él se quedaba allí dormido. La luz que entraba por la ventana iluminaba a su cara y parecía que él brillaba. Ella todavía no podía ubicarlo, pero ciertamente no era un hombre normal. Aunque llevara el absurdo albornoz, se veía como un dios griego, un Hermes confundido que se había equivocado y llegó a Florencia en vez de a Olimpo.
Ni modo. Sea hombre o sea otro, tendría que desayunar. Ella le despegó la vista y se fue a la cocina. Nada había cambiado mucho. Sólo sería un desayuno para dos.
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Él se despertó por el olor rico de prosciutto, pan y café. Entró la cocina todavía vestido en el albornoz y con los ojos muy abiertos, como de sorpesa. Miró con curiosidad a la mesa arreglada con la comida y dos platos. Se quedó sin mover mientras ella preparaba su propia taza de café, dos cucharas de azúcar y tres de leche como siempre. Lo miró. Parecía incómodo, parado con la cara en una expresión confundida, como si no hubiera visto antes un desayuno de verdad. Le inspiraba piedad en ella este hombre tan extraño y fuera de lugar, pobrecito hermoso.
“Siéntate. Come. No tengas miedo.”
Le dio una sonrisa agredecida y exquisita; tenía dientes que parecían ser del mármol más fino y blanco del mundo. Se sentó y tomó los cubiertos tentativamente. Su cara se iluminó con la primera mordida y empezó a comer más y más rápido y más y más vorazmente hasta que su uso inepto de los cubiertos ya no se facilitó su entusiasmo y él los abandonó a favor de las manos.
Ella también se sentó frente a él y lo observó perpleja, pero él estaba demasiado preocupado para darse cuenta de su mirada. ¿No podría ser un sueco excéntrico que había interrumpido su rutina? Una vez escuchó la historia de un sueco que viajó a México y causó una verdadera batalla en un pueblo pequeño por el derecho a llevar los calcetines en la alberca.
Era una criatura de hábitos. Cada mañana, mientras desayunaba, estaba acostumbrada a leer el diario. Estaba decidida a que esa mañana no sería diferente, al menos en este aspecto, aunque un hombre hermoso y perfecto estuviera comiendo como un salvaje moriendo de hambre al otro lado de la mesa. Tratando de mantener la normalidad frente a todo eso extraño, tomó el primer sorbo de su café y abrió el periódico.
Su mandíbula cayó en silencio, y sus manos empezaron a temblar, casi haciendo el café derramar. Poco a poco, con un temor que podía sentir en el estómago, alzó los ojos hacia él.
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Después de haber calmado su pánico matinal, ella decidió tomar el camino práctico. Sea o no sea lo que estaba pensando, él necesitaría ropa. No podría andar con aquel albornoz tonto para siempre. Y además, atraería menos atención vestido de lo corriente, tal vez de algo que podría atenuar su encanto.
No podía llevarlo de compras como eso. Necesitaban un disfraz y mucho cuidado. Sólo tenerlo en su casa podría ser una felonía por sí mismo.
No obstante, por suerte una feria ambulante estaba pasando por la ciudad durante ese tiempo. Gente de toda especia fueron caminando por las calles gracias a la feria, y un raro más apenas llamaría la atención de nadie. Dio la casualidad de que ella todavía tenía en su armario una máscara y un manto de su viaje al Carnaval de Venecia hace unos años que serviría perfectamente.
Ella le ayudó a vesitrse del manto largo de terciopelo negro. La máscara, de cara blanca de mujer con labios rojos y satinados pero sin expresión, le daba un aspecto especialmente espectral, y combinado con su gracia peculiar de moverse se veía como un gran fantasma alto flotando por las calles.
A él le encantaba la sensación de la tela lisa del manto sobre su piel. Se quedaron en el salón dentro de media hora, esperando hasta que él tenía tiempo suficiente para explorarlo. Tenía razón, ella pensaba. Acaso nadie se le había permitido tocarlo hace siglos.
Este fenómeno continuó mientras iban de compras. Ella lo explicó por la excentricidad a los dependientes confundidos de los almacenes. El vestuario se convirtió en su espacio de experimentación. Le deleitaban texturas y telas nunca antes imaginadas - seda, algodón, lino, lana. Abrigos de piel, lentejuelas, pantalones de cuero, boas de plumas. Por fin se quedó con un suéter de casimir y pantalones de pana.
Mientras caminaban, inspiraba miradas pasmadas. Algunos, de ambos sexos, se detuvieron inmóviles sólo para mirarlo. Fingieron como si fuera ordinario. Él le contaba historias de todo lo que había visto en sus largos años solitarios. Ella lo escuchaba todo asombrada y trató de explicarle el mundo desconocido a su alrededor. ¿Cómo sería una vida como aquella tan aislada y muda y distante? Casi lloró cuando él le preguntó tan seriamente dónde estaba la casa de un cierto Miguel. Le dijo que había sido su único amigo y quería visitarlo.
Su posición sólo se vio comprometida en una situación angustiosa. Decidieron tomar helado en un parque y se sentaron en un banco bajo la sombra de los árboles coloridos. En medio de la conversación, él se calló de repente y empezó a temblar. Ella siguió su mirada temerosa. Una palmoa sin pretensiones, a sólo unos metros de distancia. No pasó mucho tiempo hasta que llegaron otras, gracias a unas migas de pan dejadas más temprano por un viejo habitual del parque.
El pánico crecía con cada paloma que llegó. Ella trató de comportarse como si no pasara nada, esperando disminuir su terror aparente.
- Cuéntame otra historia de tu amigo Miguel. Me parece un hombre increiblemente interesante. ¿Qué fue lo que ibas deciendo sobre sus problemas de la espalda?
Sus esfuerzos a tranquilizarlo fueron en vano. Se había puesto pálido, sudor brillando en el frente, y sus ojos parecían a punto de llorar. No tenía el poder de resistir el temor y quedarse en el banco un instante más. Con un grito desesperado, se echó a correr y huyó del parque, sacandose el suéter nuevo alrededor de su cabeza exquisita para protegerla de los monstruos alados.
Ella pensó que estaba frita. Seguramente alguien se daría cuenta. La policía vendría. Ella sería detenida, ciertamente por algunos cargos bastante inusuales. Y sólo Dios sabía lo que harían con él. Lo siguió corriendo.
Había atravesado más o menos un kilómetro cuando lo encontró desplomado y en sollozos contra un poste de luz. Avergonzado, pidió disculpas y le explicó una vez más su miedo intenso de las palomas. Su estado lamentable inspiró tanta compasión en ella que se sentía que tenían que hacer algo. Le extendió la mano y lo ayudó a levantarse.
- Vámonos. No puedes vivir así.
Ella lo tomó de la mano, y empezaron a caminar rápido, la cara de ella de ella resuelta, la de él nerviosa. Caminaron en silencio, manos entrelazadas, hasta llegaron a un edifico antigüo y grande con jardines por ambos lados.
- ¿Dónde estamos?
- Vas a ver. Hay que enfrentarse a los temores.
Entraron el edificio, ella aún llevandolo de la mano. Fue un santuario de aves.
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Después de uno días se recuperó del trauma inicial, e incluso fue capaz de darle las gracias a ella por la experiencia. Él había sido cambiado y ya no había necesidad de temor a lo que se refería a su existencia anterior. Los que antes habían sido terrores alados ya no podían hacerle ningún daño.
Pasaron los meses siguientes de manera agradable. Él siguió aprendiendo más y acostumbrandose a su nuevo mundo. Incluso consiguió un trabajo como repartidor de pizza, lo que significó a la larga muchas órdenes más por la pizzería, una vez que se corrió la voz del increíblemente guapo empleado nuevo.
Ella también disfrutó de tenerlo en casa. Se podría sentir dolorosamente sola por los inviernos en la casa vacía y silenciosa. Pero él llevaba consigo ruido y confusión y movimiento. Se iluminó la casa y amenizó su vida, y ella estaba agradecida.
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Un día llegó a casa desolado. Se quedó en el sillón dentro de una hora, inmóvil, ojos enrojecidos de llanto, mirando a la pared, sin decir ni una palabra.
Por fin le habló, rompiendose a llorar otra vez. Ella lo abrazó con ternura de madre, y él le hundió la cara en su hombro, sollozando.
Ese día, extrañamente, no estaba muy ocupado por la pizzería y decidió tomar un recorrido por la ciudad. Había ido a los Jardines de Boboli.* Sus compañeros estaban allí, detenidos en tiempo y espacio, separados de toda la plentitud de la nueva vida que él había recibido.
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Hoy en día, se puede ver casi una réplica exacta de la obra maestra de Michelangelo en la Galería de la Academia, ubicada en Florencia, Italia. El original todavía no se ha encontrado.
“Este mundo es un gran taller de escultor. Somos las estatuas. Y hay un rumor en el taller que algunos de nosotros, algún día, se van a llegar a la vida.”
-C. S. Lewis
(escritor inglés, 1898-1963)